Desde
hace algún tiempo, en mi wikipizza ya no entran acepciones eróticas.
Se han aparcado como quien deja un coche estrellado, con el
guardabarros hundido en las bujías, en la puerta de un taller de
persianas bajadas. Hace tiempo que no bebo un cosmopolitan con los
ingredientes en su punto.
El
teatro rompió en aplausos mientras permanecía inmóvil sobre el
escenario. Los brazos en alto y los dedos tiesos para asemejarme más
alta. El tul de mi velo resbalando inocuo por mi piel. La sonrisa
firme y espléndida, los dientes bien a la vista y apretados para
sujetar al corazón que amenazaba con escapar. Los aplausos
continuaban y yo inmóvil en postura de bailarina en la caja de
música. Alguien del público se levantó y gritó guapa. Mis
compañeras salieron de los bastidores y me abrazaron enredándome
con sus tules sacándome de mi caja de música. Reí mientras mi
corazón bajaba compungido por el esófago para encerrarse en su
cueva oscura entre las costillas. Besos y pellizcos de alegría.
Aguanté el tipo, en verdad, yo también me licuaba en la caverna de
mis costillas. La soledad alzó la mano por encima de todas las
compañeras, apretando los rasos en la piel hasta convertirlos en
papel de lija. Vi su mano con claridad a la que me acariciaba el pelo
y me susurraba en el oído un canción de monedas y sujetadores
abandonada en los barrios de Tirso. Dejé de oír los aplausos. Dejé
de notar los pellizcos, los besos, los manoseos en la cabeza. Un
silencio negro me envolvió con ansia viva arrastrándome al fondo de
la cueva. Y ahí estuve encerrada durante todo el rato que duró la
cena de después de la función en el teatro.
Se
puede reír a la vez que lloras. Se puede amar echando de menos a
otro amor. Todos somos ambiguos, todos tenemos insertado en la
tarjeta gráfica del cerebro el poder de la simulación, del
avituallamiento a la familia adoptiva. Sí, y ahí estaba yo. Sentada
en la mesa del restaurante con la caña en la mano, echando de menos
los miércoles. Porque los miércoles eran especiales, dejábamos que
se nos fuera de las manos esas manzanillas aliñadas con fanta de
naranja y coca-cola light. A veces se unía algún café de máquina,
bien cargado y un sobre de azúcar. Rellenábamos las casillas en
blanco de la wikipizza y nos cachondeábamos de los militares y los
yogurines. Aprendí el sabor del cosmopolitan y a distinguir el vodka
del cointreau. Brindé con mi caña por el éxito de la tarde en el
teatro. Mis compañeras tenían las mejillas encendidas y los ojos
chisposos y no era por la cerveza. Eran los efectos secundarios de
muchas horas de ensayo y sudores en asfalto. El efecto rebote de los
nervios cuando se relajan, el efecto placebo de la adrenalina
descargada. Las mejillas se tornan rojas cuando saboreas que los
aplausos no son de compromiso. Me mantuve callada. Observando.
Respirando. Oyéndolas hablar. Y qué distintas eran a mí. No le
ponían zumo de arándanos al cosmopolitan. Pero sonreí. Cené y
bebí mi caña, negándome en rotundo a pedir manzanilla con limón.
No me lo pasé tan mal a fin de cuentas. El avituallamiento empieza a
hacer su mella en la tarjeta gráfica. Y asimilo vivir sin hurones y
gatitos a los que acariciar. En lugar de eso, me sujeto las monedas
con imperdibles y toco los crótalos.
El
teatro rompió en aplausos mientras permanecía inmóvil sobre el
escenario. El tul de mi velo resbaló inocuo por mi piel. La postura
de la bailarina en la caja de música perfecta. Alguien gritó guapa.
Y a mí me tocó clavar la muela en el ventrículo de la vena aorta.
La soledad se convirtió en la hidra de siete cabezas y cada una de
esas cabezas llevaba un nombre de las de Tirso. El corazón empotró
su guardabarros en las bujías y me dejó abandonada a la suerte
sabiendo que mi taller de reparación estaba a muchos kilómetros de
distancia. La magia del escenario cesó y me encontré de nuevo en el
mismo restaurante, con la misma caña en la mano, brindando por la
misma frase de confucio chino. Sonreí. Cené y todo era un déjà vu
ridículo que mi tarjeta gráfica había decido experimentar. Fue
cuando entendí. Fue cuando me armé de valor y le pedí al camarero
un cosmopolitan de postre. He de admitir que le faltaba el punto
ácido del zumo de lima. Pero me lo bebí sin rechistar. Y me hizo
recordar la casilla en blanco que rellenamos con pinceladas de
chocolate corporal y cuentos de leyendas urbanas con posturas
imposibles y segregaciones de semen.
Desde
hace algún tiempo que no entran acepciones eróticas en mis casillas
en blanco. Pero no pasa nada. El avituallamiento también me dijo que
la hidra de siete cabezas pasea ahora por las calles de Tirso con
seis cabezas. Los rasos aprietan sobre la piel pero dejan de raspar.
Espero a que abra las persianas, sentada en el bordillo de la acera
del taller mecánico, guardando mi coche de bujías trituradas en
barro. Barro de la misma caliza que mi cueva. Porque será que he
perdido la lista de ingredientes del cosmopolitan y ahora no sé qué
día caen los miércoles. Será porque, después de todo, he
entendido que la ambigüedad no sabe de proporciones exactas de zumos
y vodka con cointreau y que las cañas son más sabrosas cuando las
aderezas con fanta de naranja y coca-cola light. Las canciones suenan
mejor cuando sus letras te pellizcan. Será por eso, que ahora las
casillas en blanco se han mudado de wikipizza para cantar que los
miércoles aparece una hidra de seis cabezas por las calles de Tirso,
vestida con un sujetador y monedas doradas. Dicen que va borracha,
borracha por el cosmopolitan de garrafón.
Lo siento chicas... el cosmopolitan tardó en mezclarse en mi coctelera. Pero más vale tarde que nunca no?? Por vosotras, por ser mi punto de inicio, mi columna vertebral y, por supuesto, por que os quiero. Las monedas de mi corazón siempre vestirán vuestros sujetadores.
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