viernes, 16 de noviembre de 2012

Cosmopolitan


Desde hace algún tiempo, en mi wikipizza ya no entran acepciones eróticas. Se han aparcado como quien deja un coche estrellado, con el guardabarros hundido en las bujías, en la puerta de un taller de persianas bajadas. Hace tiempo que no bebo un cosmopolitan con los ingredientes en su punto.
El teatro rompió en aplausos mientras permanecía inmóvil sobre el escenario. Los brazos en alto y los dedos tiesos para asemejarme más alta. El tul de mi velo resbalando inocuo por mi piel. La sonrisa firme y espléndida, los dientes bien a la vista y apretados para sujetar al corazón que amenazaba con escapar. Los aplausos continuaban y yo inmóvil en postura de bailarina en la caja de música. Alguien del público se levantó y gritó guapa. Mis compañeras salieron de los bastidores y me abrazaron enredándome con sus tules sacándome de mi caja de música. Reí mientras mi corazón bajaba compungido por el esófago para encerrarse en su cueva oscura entre las costillas. Besos y pellizcos de alegría. Aguanté el tipo, en verdad, yo también me licuaba en la caverna de mis costillas. La soledad alzó la mano por encima de todas las compañeras, apretando los rasos en la piel hasta convertirlos en papel de lija. Vi su mano con claridad a la que me acariciaba el pelo y me susurraba en el oído un canción de monedas y sujetadores abandonada en los barrios de Tirso. Dejé de oír los aplausos. Dejé de notar los pellizcos, los besos, los manoseos en la cabeza. Un silencio negro me envolvió con ansia viva arrastrándome al fondo de la cueva. Y ahí estuve encerrada durante todo el rato que duró la cena de después de la función en el teatro.
Se puede reír a la vez que lloras. Se puede amar echando de menos a otro amor. Todos somos ambiguos, todos tenemos insertado en la tarjeta gráfica del cerebro el poder de la simulación, del avituallamiento a la familia adoptiva. Sí, y ahí estaba yo. Sentada en la mesa del restaurante con la caña en la mano, echando de menos los miércoles. Porque los miércoles eran especiales, dejábamos que se nos fuera de las manos esas manzanillas aliñadas con fanta de naranja y coca-cola light. A veces se unía algún café de máquina, bien cargado y un sobre de azúcar. Rellenábamos las casillas en blanco de la wikipizza y nos cachondeábamos de los militares y los yogurines. Aprendí el sabor del cosmopolitan y a distinguir el vodka del cointreau. Brindé con mi caña por el éxito de la tarde en el teatro. Mis compañeras tenían las mejillas encendidas y los ojos chisposos y no era por la cerveza. Eran los efectos secundarios de muchas horas de ensayo y sudores en asfalto. El efecto rebote de los nervios cuando se relajan, el efecto placebo de la adrenalina descargada. Las mejillas se tornan rojas cuando saboreas que los aplausos no son de compromiso. Me mantuve callada. Observando. Respirando. Oyéndolas hablar. Y qué distintas eran a mí. No le ponían zumo de arándanos al cosmopolitan. Pero sonreí. Cené y bebí mi caña, negándome en rotundo a pedir manzanilla con limón. No me lo pasé tan mal a fin de cuentas. El avituallamiento empieza a hacer su mella en la tarjeta gráfica. Y asimilo vivir sin hurones y gatitos a los que acariciar. En lugar de eso, me sujeto las monedas con imperdibles y toco los crótalos.
El teatro rompió en aplausos mientras permanecía inmóvil sobre el escenario. El tul de mi velo resbaló inocuo por mi piel. La postura de la bailarina en la caja de música perfecta. Alguien gritó guapa. Y a mí me tocó clavar la muela en el ventrículo de la vena aorta. La soledad se convirtió en la hidra de siete cabezas y cada una de esas cabezas llevaba un nombre de las de Tirso. El corazón empotró su guardabarros en las bujías y me dejó abandonada a la suerte sabiendo que mi taller de reparación estaba a muchos kilómetros de distancia. La magia del escenario cesó y me encontré de nuevo en el mismo restaurante, con la misma caña en la mano, brindando por la misma frase de confucio chino. Sonreí. Cené y todo era un déjà vu ridículo que mi tarjeta gráfica había decido experimentar. Fue cuando entendí. Fue cuando me armé de valor y le pedí al camarero un cosmopolitan de postre. He de admitir que le faltaba el punto ácido del zumo de lima. Pero me lo bebí sin rechistar. Y me hizo recordar la casilla en blanco que rellenamos con pinceladas de chocolate corporal y cuentos de leyendas urbanas con posturas imposibles y segregaciones de semen.
Desde hace algún tiempo que no entran acepciones eróticas en mis casillas en blanco. Pero no pasa nada. El avituallamiento también me dijo que la hidra de siete cabezas pasea ahora por las calles de Tirso con seis cabezas. Los rasos aprietan sobre la piel pero dejan de raspar. Espero a que abra las persianas, sentada en el bordillo de la acera del taller mecánico, guardando mi coche de bujías trituradas en barro. Barro de la misma caliza que mi cueva. Porque será que he perdido la lista de ingredientes del cosmopolitan y ahora no sé qué día caen los miércoles. Será porque, después de todo, he entendido que la ambigüedad no sabe de proporciones exactas de zumos y vodka con cointreau y que las cañas son más sabrosas cuando las aderezas con fanta de naranja y coca-cola light. Las canciones suenan mejor cuando sus letras te pellizcan. Será por eso, que ahora las casillas en blanco se han mudado de wikipizza para cantar que los miércoles aparece una hidra de seis cabezas por las calles de Tirso, vestida con un sujetador y monedas doradas. Dicen que va borracha, borracha por el cosmopolitan de garrafón.


1 comentario:

  1. Lo siento chicas... el cosmopolitan tardó en mezclarse en mi coctelera. Pero más vale tarde que nunca no?? Por vosotras, por ser mi punto de inicio, mi columna vertebral y, por supuesto, por que os quiero. Las monedas de mi corazón siempre vestirán vuestros sujetadores.

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