lunes, 26 de noviembre de 2012

Venta al por menor


Nos prometimos un fin de semana de vino y olor a fresas. Y solo olí a marihuana y cerveza. Nos encerramos con la vil escusa de corregir su novela, pero los dos sabíamos que no se abriría el dossier de encima de la cómoda y follaríamos como perros hasta que le diera el latigazo en la espina dorsal y luego explotara en un tremendo dolor de cabeza. Un ibuprofeno y volvería a la carga, esparciendo su semen sobre mí. Mientras, yo guardaría intacta la caja de fresas bajo la cama.
La brisa del mar me traía olores de pescado, varados en algún puerto de gaviotas encarnizadas y de aguas aceitosas y oscuras. Hacía funambulismo sobre la cadena oxidada de ese puerto marchito cogida de su mano, mientras él me vendía promesas de rojos atardeceres. Pero continuaba oliendo a cerveza y se mezclaba con las gaviotas y sus pescados podridos. Las algas se dejaban morir en algún lugar del hormigón y aún tuve la esperanza de buscar fresas entre sus hilachos.
El dossier encima de la cómoda. El colchón se agitaba a las cuatro de la mañana. Después de la descarga, un eructo y un paseo a la nevera para pillar una birra. Para el ibuprofeno, dijo. Oí cómo se calentó la china en el balcón y tardó un rato en volver a la cama. Me hice la dormida cuando se metió entre las sábanas de nuevo y comenzó a acariciarme las tetas.
Sabes que te quiero, ¿no, nena?
Sonreí.
¿Te apetece salir esta tarde?
Le dio saliva al papelillo.
¿Quieres hacer algo? me preguntó levantando una ceja con el cigarrito pegado en la lengua.
Algo que suela hacer una pareja, ¿cine?
Creo que el Janco estará por el centro comercial. Así le pillo algo, que se me está gastando la manteca.
Y de paso, vemos la peli.
Podría hacerse así.
Recuerdo que carraspeé antes de contestar con la suma calma que pude reunir.
Mejor queda tú con el Janco ese en el centro comercial y ya me quedo yo viendo una de amorisqueos bonitos en la tele.
¿No te importa, nena? Quizá nos liemos con las birras, ya sabes cómo es el Janco.
Pásalo bien con tu Janco.
Por lo menos, cuando salió camino al centro comercial, pude abrir las ventanas para ventilar el olor a cerveza y porro. Sabía que volvería muy tarde, o quizá incluso por la mañana. Así que aproveché esa recién estrenada calma que las algas muertas del puerto me proporcionaron y salí a pasear para mojarme los pies en la arena. Tuve la precaución de coger la caja de fresas de debajo de la cama y llevármela a la playa. Una a una fui sembrando el camino de mis huellas, solo yo veía su rastro fucsia como las migas de pan de Hansel y Gretel. Me aseguré de dejar la caja bien vacía y que no quedara ni una mísera hojita despistada. Nada. Debía armarme con el mismo valor que de calma gozaba y regresé más ligera sin la caja de fresas. Entré en casa y saqué la maleta. El dossier encima de la cómoda me miraba implorante. Intenté ignorarle, pero seguía insistiendo con su mirada de gatito huérfano. No lo pensé, busqué uno de sus tantos mecheros y atenté contra el dossier. Lo observé imperturbable reducirse a un mojón negro y humeante. Preferí ese olor a del porro y sus eructos. Tuve la delicada idea de dejar sobre la cómoda los restos de ceniza. Más a gusto, terminé de cerrar la maleta y la cargué al brazo. Llegué a la puerta y justo cuando mi mano se posaba sobre el picaporte, la puerta se abrió y apareció él con el tal Janco. Había cambiado su perfume de cerveza por el de whisky.
Hola, nena!
Me empujó hacia dentro con la maleta en la mano. Janco y él irrumpieron como ñus en estampida. Esclafando en risotadas con los ojos inyectados en sangre.
Iban tan borrachos que ni siquiera vieron la maleta.
¿Conocías a mi nena, Janco?
Janco soltó dos risas de hiena en celo y se relamió dándome un repaso general de arriba a bajo.
Él se dio cuenta y debió parecerle morboso. Se acercó a mí y me cogió por la cintura levantándome en el aire y arrastrándome hacia el dormitorio.
Nos disculpas un momento, ¿verdad Janco? Quiero echarle un polvazo rápido a mi nena.
La puerta se cerró con un portazo antes de que Janco pudiera articular sonido alguno. Lo sentí reducirse a la altura del gusano de la polilla a través de la madera de la puerta. Un tirón de camiseta me devolvió al dormitorio. Comenzó a morderme el cuello a apretujarme el sujetador. Intenté quitármelo de encima, pero estaba demasiado encendido como para apartalo de mí tan fácilmente. Pataleé, chillé, le arañé la frente. Le clavé las uñas en los ojos. Me upó sobre la cómoda y mis manos aterrizaron sobre el mojón negro de tizne que ya había dejado de humear. Me desabrochaba el pantalón con las mañas de un preso castigado sin bis a bis. Agarré un puñado de la ceniza y la apreté fuerte entre mis dedos.
Abre la boca, cabrón. Que tengo unas fresas para ti le dije.
Aproveché su lapsus de sorpresa y le metí bien adentro la ceniza en la boca. Le empujé contra la cama y huí sin mirar atrás. Salí del dormitorio y encontré a Janco pajeándose en el salón. No le dije ni pruna, de repente dejó de ser esa larva diminuta a un pescado más del puerto. Cogí mi maleta y me fui, ignorando los gritos de rabia y los insultos de puta. Me fui sin oler a nada. Me fui. Y los pies me llevaron a la playa donde las olas se habían tragado las fresas que yo había echado. Me fui y las gaviotas abandonaron el puerto de aguas cenagosas. Los pescados durmieron muertos más tranquilos en sus lechos de hormigón. Me fui prometiendo que nunca más haría funambulismo en ninguna cadena oxidada, sabiendo que entre las algas marchitas no crecen fresas y si las hierves, no sale vino de su néctar salado. Me fui, en definitiva, porque no tomo los ibuprofenos con cerveza y mucho menos me ha gustado la venta al por menor.

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