jueves, 30 de junio de 2011

El ojo de Leslie

El Ratoncito Pérez me trajo un ojo de cristal. No un ojo cualquiera. Sino el ojo de Leslie. Leslie era mi niñera desde que yo tenía pañales. Me gustaba mirar su ojo fijamente durante rato. Leslie me decía que no era un ojo de cristal común. Era mágico. Me contó que si lo mirabas mucho rato sin pestañear veías en el fondo de la pupila una imagen de tu futuro. Nunca vi nada. Y eso que pasaba ratos y ratos mirándolo fijamente. Me quejaba y pataleaba porque no veía nada. Leslie se reía y me decía que no podía porque parpadeaba.
—No lo hago —replicaba.
Leslie reía aún más fuerte y continuaba llevándome de la mano del colegio a casa.
— ¿Qué pasa si te meto el dedo en el ojo? —Le pregunté un día volviendo del colegio.
—Pues que lo tocarás —me dijo.
—Y ¿no te dolerá?
—No lo creo.
—Déjame probar, entonces.
Nos paramos justo enfrente del escaparate de bizcochos. Y me dedicó una mirada larga con su ojo bueno.
— ¿De verdad quieres hacerlo? —Me preguntó muy seria.
Asentí muy despacio con la cabeza muerto de miedo.
Se agachó para poner su cara a mi altura y me dijo:
—Recuerda que, si lo tocas, quitarás su magia y nunca podrás ver tu futuro. Pero bueno. No pasa nada. ¿A quién le interesan esas cosas? Venga, tócalo.
Preparé mi dedo índice muy tieso y levanté la mano. Leslie no se movió. Acerqué mi dedo a su ojo muy lento casi a cámara lenta. Recuerdo que me picaba la espalda. No podía apartar mi vista de aquel ojo tan frío y azul. Dudé. Si lo tocaba… Entonces, ella parpadeó y me dio un susto diciéndome “Boo”. Salí corriendo dando un grito. Ella me alcanzó riendo como una descosida.
— ¿Acaso has visto algo en el ojo? —Me preguntaba sin dejar de reír.
Yo negaba con la cabeza.
—Otra vez será.
 Me agarraba de la mano y continuábamos a casa.
— ¿Me compras un bizcocho? —Le pedí.
—Ya pasamos de largo. No puede ser. Además, nos espera la merienda en casa.
— ¿Verduras?
—Ricas y frescas.
— ¡Jo! Yo quiero bizcocho.
—Otro día.
—Siempre dices lo mismo.
Leslie reía y llegábamos a casa.
Recuerdo otro día, mientras merendaba mis verduras y pensaba en los bizcochos del escaparate, le pregunté:
—Leslie, ¿los ojos de cristal se lavan?
—Claro.
—Y tú, ¿cuándo lavas el tuyo?
—Por las noches.
— ¿Cómo se hace?
—Es un ritual bastante complicado. Pero que tengo que hacer para que no se le vaya la magia.
Entonces, mi padre entraba en la cocina donde merendaba mis verduras  y Leslie preparaba la cena y nos escuchaba hablar de ojos de cristal.
—Te he dicho mil veces que no le cuentes esas historias al niño. Lo vas a volver majara.
Leslie agachaba la cabeza y continuaba de espaldas cortando patatas sobre la encimera.
—A mí me gustan, papá.
—Tú calla y a lo tuyo.
Y señalaba el plato de verduras.
Ya no había más ojos de cristal hasta el día siguiente a la salida del colegio, el paseo de la mano con Leslie hasta casa y la visita de largo al escaparate de los bizcochos.
Era la caída de mi primera muela, la noche en la que el Ratoncito Pérez me dejó el ojo de Leslie. Lo encontré debajo de mi almohada. Recuerdo que lo sostuve entre las manos con cuidado de no tocar la pupila. Era frío y estaba más azul de lo que recordaba en la cara de Leslie. Lo miré fijamente y me esforcé muchísimo en no parpadear. No vi nada. Me lo llevé al colegio con la intención de devolvérselo a Leslie cuando fuera a buscarme por la tarde. Lo metí en mi bolsillo del pantalón. De vez en cuando lo palpaba para asegurarme de que continuaba allí. No me atreví a sacarlo de nuevo y mirarlo fijamente.
A la salida del colegio, Leslie no vino a buscarme. En su lugar, estaba mi padre.
— ¿Dónde está Leslie?
—No podrá venir. Vamos que tengo prisa.
Pasamos por el escaparate de los bizcochos.
—Papá, ¿me compras un bizcocho?
—Ahora no. Tengo prisa.
Llegamos a casa y Leslie tampoco estaba en la cocina. Una chica rubia cortaba las patatas. Me plantó delante el plato de verduras y me dijo que te aproveche.  Apreté mi ojo en el bolsillo y mastiqué pensando en el bizcocho.
Por la noche, sacaba mi ojo de cristal del bolsillo del pantalón y lo tenía un rato entre las manos sin atreverme a mirarlo. Lo guardaba bajo la almohada y me dormía sintiendo su mirada en la nuca.
A la salida del colegio, venía a buscarme la chica rubia. No me cogía de la mano. Tampoco reía. Ni siquiera hablábamos. Y mi mirada pasaba de largo por el escaparate de los bizcochos. Verduras al llegar a casa. Que te aproveche.
Una tarde, pasamos por el escaparate.
—Un momento —dije. Y entré en la tienda.
La dependienta me miró con cara amable y me preguntó:
— ¿Qué va a ser, chico?
Saqué mi ojo de cristal del bolsillo del pantalón. Se lo mostré a la dependienta y le dije:
— ¿Cuántos trozos de bizcocho puedo comprar con esto?

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